Opinión

El islamismo que acecha

El islamismo es una religión que puede inspirar fe o no, pero que no tendría por qué dar miedo. Sin embargo su evolución de los últimos tiempos asusta porque, guste o disguste a sus defensores, es entre todas las grandes creencias la que más propicia el fanatismo. Un fanatismo que va contra los tiempos aunque con los tiempos crece, y, lo peor, que intenta imponer sus dogmas arbitrarios sin ningún reparo al recurso a la violencia. Al Qaeda es su mejor ejemplo, aunque no el único.
Hay una esperanza puesta en la democracia, que en el mundo occidental consigue frenar ciertos extremismos, pero en el mundo islámico va demostrándose que no es ni por asomo un remedio contra los fundamentalismos; incluso acaba convirtiéndose en una vía para que puedan adquirir poder con el que llevar a la vida civil sus obsesiones. Lo vimos en Argelia, donde un antidemocrático golpe militar impidió que el país cayera en manos de los talibanes locales, y lo empezamos a observar en países asiáticos, musulmanes pero no árabes, donde sus democracias incipientes tropiezan con las exigencias e imposiciones de los partidos islamistas.
Uno de los grandes problemas desde Marruecos a Malaisia, pasando por Turquía y nada digamos de Irán, es que la religión se engarza en la política y la condiciona. En Indonesia, por ejemplo, quizás la democracia más populosa después de la india, los fanáticos, a través de su obtuso Consejo de Ulemas, desconoce que allí conviven varias religiones y pretende que las autoridades legislen contra todo aquello que sin fundamento coránico alguno les parece que atenta contra sus principios o reglas morales. Por ejemplo, toda manifestación o práctica de libertad sexual, y enseguida otras cuestiones que de repente les parecen inmorales o pecaminosas, como el yoga, teñirse el pelo, tatuar los brazos o vacunarse contra la meningitis. ¡De la que nos han librado mis paisanos en Covadonga!

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