Opinión

Primeras damas

Estar en la cima del poder, disfrutando su erótica y sufriendo sus avatares, no debe de ser fácil, pero ser primera dama de un país moderno tampoco parece nada sencillo por admirable que parezca. Me dirán, y con toda la razón del mundo, que es más difícil y complicado ser la esposa de un obrero en el paro y tener que llegar a fin de mes con un subsidio de quinientos euros. Eso sí que debe de ser duro y digno de comprensión.

Pero como lo cortés no quita lo valiente, hoy ignoro por qué me ha entrado cierta compasión -cierta sólo, que nadie vaya a pensar mal-, de las primeras damas, reinas, princesas, mujeres de presidentes, primeros ministros, ministras… en fin, mujeres directa o indirectamente metidas en los berenjenales de la política, a menudo intrusas en la vida social, observadas con lupa por la curiosidad pública, que no tiene límites, y sometidas al cotilleo nacional que en España, sin ir más lejos, alcanza cuotas inconmensurables.

Levantarse por la mañana, asomarse al fondo del armario, y plantearse qué me pongo hoy, sabiendo que póngase lo que se ponga va a ser criticado o satirizado, a mi, qué quieren que escriba, me parece horrible. ¿Habrá acertado?, se preguntarán en medio del protocolo de los actos públicos, bajo el peso sospechoso de tantas miradas, de comentarios en voz baja alrededor, con los focos y las cámaras perpetuando unas imágenes sometidas al comentario general… Insisto, peor debe de ser no tener qué ponerse, pero la sensación de sentirse observada tiene que ser un precio muy alto para el usufructo de la fama y la condición que proporciona el protagonismo.

Vaya para ellas, sí, mi reconocimiento coyuntural, porque no descarta, que conste, que cualquier día de estos me convierta -nunca se sabe- en un admirador crítico de los errores ajenos que todos cometemos, pero las primeras damas pagan más caro, a la hora de conjuntar colores, zapatos y complementos para cada momento, evento y circunstancia. Dignas de pena, sí, por mi que no quede.

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