Detrás de la cortina

Botella, Guindos y los ‘fondos buitre’

Las administraciones públicas que venden vivienda sociales o hipotecas a ‘fondos buitre’ despojan a los ciudadanos de sus derechos constitucionales ¿Han oído hablar de los ‘fondos buitre’? No son muchos y se les conoce de sobra. Ya saben: Blackstone, Goldman, Cerberus, Lone Star…Ultimamente sus nombres suenan mucho en España gracias a los servicios que prestan a los bancos con problemas y a algunas administraciones públicas. Actúan casi como quien le hace un favor a un país endeudado que necesita conseguir dinero a cualquier precio para pagar a sus acreedores que son, por cierto, en muchos casos filiales o divisiones de estas mismas empresas llenas de buenos samaritanos.

De hecho, tienen una amplia nómina de servicios prestados en favor del bienestar general y la paz del mundo. Quizá convendría recordar a estas alturas, por ejemplo, que la relación entre la banca de inversión internacional y las hipotecas de baja calidad, conocidas como ‘subprime’, está en el origen del colapso económico universal cuyas ramificaciones han hundido a la economía española y provocado una profunda crisis social.

El relato preciso de todo lo que pasó en este caso reciente está disponible en las hemerotecas y hasta se ha visto, por la vía de la ficción o del documental, en las pantallas del cine y la televisión. No es ningún secreto. Ni información clasificada y reservada. Y, sin embargo, los llamados ‘fondos buitre’ siguen ahí, haciendo negocios entre las ruinas y beneficiándose de una regulación laxa y favorable que ningún gobierno ni instancia supranacional se ha atrevido a cambiar.

Pero nada de eso parece tener importancia ahora. Lo cierto es que estas conocidas ‘ONG’ financieras han llegado a España al calor de las gangas para hacer negocio con los dramas humanos que ha provocado la crisis económica. Vienen porque han olido la rentabilidad y aspiran hacer caja. Pero también acuden tras haber recibido la llamada de algunos políticos cuya absoluta falta de sensibilidad social roza el límite de lo moralmente admisible.

Y siempre que se trate de viviendas sociales o hipotecas en riesgo de impago estaremos bordeando esa línea roja. Es absolutamente incomprensible que se hable de activos y carteras cuando nos estamos refiriendo en casi todos los casos a un derecho constitucional que puede serle arrebatado, por ejemplo, a una familia, que ha sido golpeada por la crisis. El de tener una vivienda digna. Algo de lo que, por supuesto, tendría que ocuparse todas las instancias en las que reside el poder público: el Gobierno central, los ejecutivos autonómicos y los ayuntamientos.

Pero no lo hacen. Y en la situación actual, no es fácil para la sociedad admitir un desahucio, ni siquiera cuando son las compañías privadas las que ponen en marcha el proceso. Sobre todo porque, como explica muy bien un amigo mío periodista, los bancos también son responsables de lo que les ha sucedido. Sencillamente no hicieron bien su trabajo al conceder los préstamos sin tener en cuenta los posibles riesgos de impago.

Pero aún es más complicado de tragar todo ésto, si el ‘desahuciador’ es uno de estos bancos, nacidos de las cenizas de las antiguas cajas, que han sido rescatados con dinero público y cuyos gestores intentan actuar como si partieran de cero. Cómo si en lugar de estar al frente de un negocio saneado gracias a los contribuyentes, hubieran hecho un servicio a esa misma sociedad que para pagar su factura ha soportado recortes en sanidad y educación, renunciado a la creación de empleo digno y puesto en peligro sus pensiones.

Todavía hay una tercera posibilidad en este macabro juego de apariencias. Y es, quizá, la más repugnante: que sea una administración pública la que ‘contrate’ a estas aves de rapiña del sector financiero para que le ayude con sus problemas. Y aquí no se trata de solucionarlos. Basta con desentenderse de ellos. Lo ha hecho el Ayuntamiento de Madrid que preside Ana Botella, por ejemplo, con con casi 2.000 viviendas sociales propiedad de la corporación. Ahora los propietarios son los gestores de estas simpáticas empresas.

Y los vecinos que consiguieron estas viviendas en régimen de alquiler, con opción a compra, con unas condiciones determinadas tendrán que tratar con estos exterminadores de ‘plagas’ que van a tratarles como si, en lugar de ser un colectivo, formado por personas, cuyas características les hacían tener derecho a una vivienda social fueran inquilinos normales. Gusanos instalados en una propiedad inmobiliaria que no puede rentabilizarse por su culpa.

A veces, la situaciones son incluso cómicas. Si no estuviéramos hablando de lo que hablamos, claro. Esta semana hemos sabido que el Gobierno, con ese fino estratega financiero llamado Luis de Guindos a los mandos, quiere exigir a las compañías que se han interesado por comprar las hipotecas corroídas de Catalunya Caixa, un ‘poquito de por favor’. Que sean buenos y que apliquen el Código de Buenas Prácticas que promovieron el Ejecutivo y el Banco de España.

Resulta que casi un 30% de los préstamos que se intentan ‘colocar’ están en riesgo serio de impago porque sus titulares han perdido el trabajo o se encuentran entre los colectivos más castigados por la crisis. Es así, se sabe y, sin embargo, se traspasan sus créditos para que tengan que lidiar con unos prestamistas con las manos libres a los que pediremos, eso sí, que no sean demasiado entusiastas a la hora de echar a la calle a las familias que viven en las casas que avalan los créditos que han comprado.

A cambio de su comprensión, el Estado español les ampliará la actual cobertura de los riesgos de impago de esas hipotecas, situada en el 25%, por medio de un bono adicional de 1.000 millones de euros. Ahí es nada. Y el caso es que nadie parece haberse planteado algo tan sencillo como dejar las hipotecas donde estaban, ya que se trataba de un banco cuyo saneamiento le ha costado por ahora a los contribuyentes unos 12.500 millones de euros, y ayudar a los propietarios con problemas a pagar su cuotas.

Esto hace tiempo que ha dejado de ser una broma. Y, como ha quedado demostrado en las últimas elecciones europeas, un creciente número de ciudadanos empieza a estar más que harto de que le tomen el pelo. Son ya demasiados desmanes y no hay retórica que los justifique. Y no deberíamos olvidarnos de estos pequeños detalles a la hora de acudir a votar dentro de un año a las elecciones locales y autonómicas y dentro de dos a las generales. Tienen que irse. Ya.

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